Agosto 27
Estos días se me llenaron de nostalgia, sin querer queriendo, el cuerpo me pesa como si cargara con todo lo que todavía no ha pasado. Ayer me sentía bien, tranquila, aunque las lágrimas de la noche empezaron a delatar que tal vez no estaba tan bien como parecía. Las historias que conté, los esfuerzos por hacer reír y la mirada tranquilizadora, se convirtieron en una tensión que me pasé meses evitando. Casi discutimos en la mañana, mientras el peso que siento se iba transformando en impotencia, en ideas sin acción, en todo lo que sé que no voy a poder hacer, lo que me toca delegar, entregar, y sobretodo esperar.
Es raro porque no soy así, porque la vida sucede y yo voy sucediendo con ella, haciendo cosas, respirando, tomándolo todo como viene, pero hoy parece que lo único que me sostiene es mi sarta de amuletos; los aretes con la chispita de esmeralda, la cadena (más dorada que de oro) con la imagen de María Auxiliadora, y el anillo de la bolita rota, de ese oro hueco, vacío, pero hecho al tamaño de mi dedo. De abuelas pasadas y sus herencias, al menos siento que tengo algo que agarrar mientras espero.
Eduardo se demoró más de lo que esperaba, lo cual usualmente me enfurece, pero hoy he contemplado tanto que no me hizo ni cosquillas. Estoy y no estoy, cociné, lavé, empaqué, todo en piloto automático, con la cabeza en Prado y mis manos operando, me siento como las amas de casa de las películas, horneando para pasar la ansiedad, esperando tener algo para ofrecer además de mi presencia, que debo confesarlo, no siempre es tan eficiente. Bajo entonces con toda una canasta de mercado: dos cocas llenas de pastas, otra con dos sánduches, galletas, achiras, tinto y unos bocadillos, de todo lo que sé que no tienen en el hospital. “¿No tienes hambre?”, es lo primero que siempre le pregunto, con ese afán heredado de querer solucionarlo todo con comida. Las pastas le parecieron un poco excéntricas para un viaje en carro, pero el sánduche y las galletas ocuparon todo el día que se había pasado sin comer.
Hace mucho que no pasaba de Córdoba, sobre la oriental, esta era la ruta para ir a la universidad. En taxi cuando ya iba tarde, o en el bus de siempre, siento que paso por el centro y conecto dos rutas que nunca antes hacía juntas, que existían por separado y en momentos distintos, pero que ahora son un atasco conjunto, que me recuerda lo lejos que estoy de casa. “Yo no sé a donde voy”, me dice Eduardo, y mientras mis ojos recuerdan viajes pasados, me concentro en la ventana, en lo que se ve unas cuadras adelante. “Es en esta, cerca de la estación Prado” – “Pero yo no veo ninguna estación de metro” – La verdad, yo tampoco la veía, pero mi mirada no llegaba más allá de Villanueva.
Pienso que tal vez fue a propósito que terminamos subiendo por estas calles, que para Eduardo son todas iguales, pero para mí fueron, y en especial hoy son, la viva imagen de la nostalgia, de todo lo que he sentido hoy pero que no me he podido explicar más allá de las lágrimas. El camino recorrido tantas veces, tantos años, que después de una pandemia mundial se sienten como si fueran de otra vida, de un universo paralelo que alguna vez me contaron. Las esquinas republicanas son más una idea que una realidad, una imagen demasiado poderosa como para contenerse en la historia; son lo que creemos que pasó, lo que sentimos que existió en los años gloriosos del pasado, pero que hoy se derrumban, a la manera como caen los edificios, silenciosos y a pesar de su propia imagen, tienen que caer para permanecer. Independiente de lo que sea, es el patrimonio móvil de mi vida, el recuerdo que se roba mi aliento, que vuelve imagen el tumulto que he guardado todo el día en el pecho.
‘Voltea por esta”, digo finalmente en la esquina de la clínica. “¿Y hasta acá se vienen todos los ricos de Medellín?” me pregunta, porque claro, aquí fue donde vivieron los ricos. Estación Villa y Estación Prado, ambas existen en la memoria de lo que nunca terminó de ser. Salimos un viernes en la tarde, y llegamos el 27 de agosto, un día en el que no pasó nada, en que lo sentí todo, y que concluí dejando la masa lista de los pandeyucas para llevarle al otro día a mi papá. Calientes y recién hechos, parece que los amuletos de mi abuela terminaron por parecerme a ella.
