Agosto 4, 2021
“No sabía que te enseñaban pop art”, me dijo Eduardo mientras miraba los colores de mi pantalla. Las placas tectónicas, sus fallas e identificaciones geológicas se veían como una selección brillante de colores, como estos libros para colorear que traen los números en los espacios donde se deben pintar. Me reí, y un momento después pensé que podía ser verdad.
La clase, aunque estaba atravesada por los sonidos de la calle, las pausas en los semáforos y el ansia del taco de las 5 de la tarde, se ocupó de devolverme al tedio de la geografía general. Las condiciones de los sistemas de información georreferenciada, sus medidas y las capas de punto en plataformas de mapas me distraían de la ruta. Íbamos algo tarde, aunque yo fui la que decidió salir en plena clase. Eduardo pasó por mi casa de regreso del colegio, cansado y con novedades, le serví de la sopa de tomate que había preparado para el almuerzo, y conversamos durante los 15 minutos cronometrados que tenía disponible en mi horario. El me escuchó como siempre, y recibía un apretón de manos en cada cambio de diapositiva; de latitud a longitud, planos a capas, de calles a carreras.
Traté de mirar hacía la ventana extrañándome de este lado de la ciudad. “No te preocupes que esta es mi zona”, me dijo Eduardo como siempre lo hacía cada que cruzábamos al otro lado del rio. Es gracioso porque la ubicada soy yo, y las direcciones y las rutas se me han hecho fáciles desde que tengo memoria, pero cuando estoy con él mi cerebro se apaga y las casas se vuelven tan solo casas, cruces que llevan a ningún lado e imágenes pasajeras, como solo la costumbre me permite hacerlo. Me apago y contemplo, escucho la universidad y a Eduardo, espero a que lleguemos.
Desde que empezó esta clase (de tan solo una semana hace ya tres meses) empecé a caer en la cuenta de todos los mapas que he hecho en mi vida. Como tareas e inocencias, mis dibujos parecen rutas cuyas convenciones solo yo puedo leer. Recordé mis sentadas infinitas frente al globo terráqueo, en ese hueco de la biblioteca que atesoraba las enciclopedias del mundo, las capitales y lugares de interés, y todas las banderas occidentales que memoricé en mis sueños de haber querido nacer en Europa. Me pasé la infancia entre montañas representadas, esquivando las tablas de multiplicar y los conocimientos del mundo terrenal. Hasta las portadas de mis cuadernos tenían edificios extraños dibujados, como los de mi primer larrousse, y las direcciones para llegar a Escocia desde mi casa. Dibujé, dibujé y dibujé, y finalmente, mis mapas no estaban tan alejados de los de las placas tectónicas que ahora nos presentaba mi profesora geógrafa. “¿Ves que si enseñan arte en historia?”, le respondí a Eduardo con una risa, mientras contaba en mi cabeza las cuadras que me faltaban para llegar a la casa de Ana.
