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Julio 12

 

Llevo 4 días recorriendo las mismas salidas, y todas me siguen pareciendo igual. Claudia se ríe porque me ve cerrando los ojos, haciendo fuerza por diferenciar una avenida monumental de otra, del camino eterno que separa los suburbios de la ciudad y que a diferencia de donde vengo, es grande, nublado y muy grande.

Cuando pasamos por un sitio de almojábanas o de delicias paisas, creo que puedo engañarme por un momento y sentir que el español en el que me hablan es el mismo con el que me saludan en casa, pero así como el recuerdo, hay algo incomprensible para mí en este hemisferio y es el espacio. “El espacio y el tiempo”, me decían en historiografía, “es la diferencia más sustancial entre los dos modelos de colonización”. Ingleses y españoles, Estados Unidos y América Latina, dos mundos imposibles de relacionar, que en toda una vida de conquista nos han hecho creer que pueden llegar a ser parecidos, pero por más que traten, es con la distancia con lo que siempre fallan.

Un kilómetro no es una milla, y una milla ni siquiera es una medida en centímetros. Las avenidas son enormes y hay peajes invisibles en la carretera, y para que el paisaje afuera de la ventana cambia se necesita si quiera media hora, no los minutos en los que uno pasa de Medellín a Itagüí. Definitivamente no conseguí comprender hacia donde es que nos dirigimos, por más que miré y contemplé, en mi cabeza todo Miami sigue siendo islas contenidas que de alguna manera se vuelven una ruta.

Parezco frustrada, pero en realidad disfruta de la extrañeza, de sentirme ajena, de no terminar de encajar. Aunque desayune arepa las ficciones de todo aquello que supuestamente me pertenece se quedan cortas a la vista de un lago, de casas iguales pintadas en rosa pastel, que aún en pleno festival colombiano con vallenato y aguardiente puesto en escena, son una idea, no la cosa real. Todo se me parece a una postal de Gringolandia, a una imagen antes que un recuerdo de algo que me sucedió, a una escena de una película que en un pueblo abandonado buscaba sentido en todo aquello de aparentemente debería ser.

Ni buses ni caminantes, aquí no me puedo mover. Aquí todo es temporal, un estado con el tiempo contado, y que disfruto siempre y cuando sepa que puedo regresar. Puede que mi idea del origen resulte tan falsa como la distancia entre Miramar y la Pequeña Havana, pero al menos es la que yo tengo, la que guardo como mi primera opción. No me quejo de vivir en las ficciones, me gustan, siempre que no se encuentren con la realidad.

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